Todo comenzó con un gesto inesperado: un pedazo de tronco centenario, talado en el barrio Rosales de Bogotá, llegó a manos de Miler Lagos como un regalo. “El muñón muestra el claro paso de la sierra en las cicatrices que lo surcan y a la vez lo llenan de texturas ajenas a las vetas naturales de la madera”, escribe Paula Silva. Ahí, en esa herida, nace la serie.
Con técnica de intaglio y una prensa manual, Miler imprime no solo la forma, sino también la memoria de ese árbol. Cada impresión conserva la violencia de la máquina, pero también el ritmo lento del crecimiento interrumpido.
La serie se llama “La Reserva”, y no por azar. Remite a los últimos fragmentos de bosque que aún resisten, pero también a otra idea de reserva: la económica. Paula lo dice con claridad: “al haber virado a una economía digital, rompimos la noción de que cada pieza plástica estaba respaldada por ‘onzas de oro’”. Hoy, en cambio, lo que realmente sostiene la vida no son bóvedas llenas de lingotes, sino los delicados equilibrios bioecológicos.
En estas piezas hay algo de reverencia. Las cicatrices de la motosierra se transforman en huellas que interpelan. Parecen decirnos: esto se corta, sí, pero también sigue siendo, se guarda, se recuerda. Frente a ellas, uno no puede dejar de mirar con cuidado. Porque mirar, aquí, también es una forma de proteger.


